El régimen venezolano, bajo la dirección de Nicolás Maduro y figuras como Diosdado Cabello, Jorge Rodríguez, Iris Varela y el General Vladimir Padrino López, no solo gobierna mediante la crueldad, sino que manifiesta una genuina predilección por la maldad. Esta práctica es entendida como el uso intencional del poder para infligir sufrimiento, experimentando satisfacción personal al perpetrar daños contra su propio pueblo, en un intento de llenar profundos vacíos emocionales y reforzar su distorsionada percepción de autoridad.
Este fenómeno encuentra explicación en la «ponerología política«, término acuñado por el psiquiatra polaco Andrzej ?obaczewski, quien identifica cómo individuos con patologías severas, particularmente psicopatías, pueden infiltrar la política hasta instaurar regímenes autoritarios y destructivos denominados «patocracias«. En tales sistemas, líderes con rasgos antisociales ejercen el poder mediante decisiones irracionales y actos de extrema crueldad, generando sociedades sometidas a un constante clima de miedo y opresión.
La dictadura venezolana no solo cumple con estas características, sino que busca activamente alianzas internacionales con países y líderes cuya gobernanza también se basa en el mal, la opresión y la violencia sistemática contra sus poblaciones. La proverbial afirmación popular, «los burros se juntan para rascarse entre ellos», cobra aquí un matiz macabro y preocupante, pues ejemplifica cómo estos regímenes se apoyan mutuamente, intentando legitimar sus atrocidades mediante complicidades estratégicas.
Es así como Venezuela mantiene estrechos vínculos con naciones como Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Siria, Cuba, Nicaragua, Bolivia y Palestina, todas conocidas por la despiadada represión contra sus ciudadanos y gobernadas por líderes con manifiestas tendencias psicopáticas. La falta absoluta de empatía, la crueldad institucionalizada y la indiferencia hacia la vida humana conforman una especie de hermandad del horror, donde se intercambian métodos represivos y tácticas de control absoluto, mientras se protegen mutuamente en escenarios internacionales para evadir responsabilidades por sus crímenes.
La comunidad internacional contempla con estupor, aunque con limitada acción efectiva, abusos sistemáticos tales como la persecución genocida de los uigures en China, las brutales ejecuciones públicas por delitos absurdos en Corea del Norte, y el empleo generalizado de la violencia sexual como herramienta de control poblacional en conflictos liderados por Irán y Palestina. A esta lamentable lista, Venezuela añade su propia cuota de horror: ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, torturas sistemáticas, impunidad estructural y la devastadora crisis migratoria, resultado directo de su violencia estatal.
Más de 7,89 millones de venezolanos han sido forzados a abandonar su país hasta finales de 2024, enfrentándose a peligrosas travesías, separaciones familiares y vidas marcadas por la precariedad. Frente a esta tragedia humanitaria, la cínica respuesta del régimen ha sido promover engañosos programas como «Vuelta a la Patria«, en un intento de borrar su responsabilidad histórica ante el éxodo masivo.
Aunque el mal parece dominar momentáneamente, la resistencia moral y la lucha constante contra estos regímenes autoritarios es un imperativo ético y humano. Como enfatizó el Papa Francisco: «El bien es más lento que el mal, pero siempre triunfa al final. El bien construye con paciencia, amor y justicia; sus raíces son profundas porque se asientan en la verdad«. Por ello, nuestra persistencia es vital hasta que finalmente la luz supere definitivamente a las tinieblas.