Del voto censitario pasamos al universal en el siglo XIX y, además, directo y secreto en el XX. Toda una acrecida conquista histórica que derivó después en la elección de base de las autoridades partidistas y de los principales gremios de una más activa y decidida sociedad civil, excepto los empresariales.
Versamos en torno a una cumplida aspiración ciudadana que, por la particular naturaleza de sus funciones, no tiene alcance para el ámbito eclesiástico y militar, por ejemplo. Empero, no se entiende cualesquiera comunidades sin la debida representación y la libre selección de sus líderes para darle soporte a la participación.
Peor, tampoco se comprende la sola posibilidad de que, en un futuro tan contradictorio con nuestro mejor historial republicano, el sufragio sea de segundo o tercer grado para elegir a los titulares del ejecutivo y legislativo a niveles nacional, regional y municipal, y, faltando poco, se diga y jure como lo más democrático. Esto, inexorablemente, se traducirá en todo el tejido social y, a la postre, trastocado definitivamente en cultura, nos asfixiará.
Lo peor será que, insólito, desconocido el proyecto de una reforma anunciada, el cambio constitucional en la dirección presentida nos retrotraerá a la tesis del gendarme necesario, esta vez, por la vía de una izquierda de vocación estalinista. Las tesis positivistas que tuvieron un antiguo y extraordinario auge entre nosotros, planteándose como las más genuinas del país rural y atrasado que fuimos, nacido de la guerra civil, vuelven a cobrar vigencia en el asombroso contexto de la era post-rentista.
Acotemos, la confusión entre Estado y gobierno, garantizará a su dirección el acceso a los recursos materiales y simbólicos para imponer la pretendida y por siempre prometida participación, sin la menor representatividad de los agentes políticos subordinados. Cívicamente, faltará el oxígeno que, en principio, concede el libre sufragio directo, secreto, universal y personalizado.