Lo que las cifras no cuentan: la comparación equivocada entre EEUU y China, por David Morán Bohórquez

Lo que las cifras no cuentan: la comparación equivocada entre EEUU y China, por David Morán Bohórquez

David Morán Bohórquez @morandavid

 

China proyecta modernidad y poder, pero su realidad interna —marcada por la censura, desigualdad, trabajo forzado y un Estado omnipresente y dictatorial— debería alertarnos, no seducirnos. Confundir éxito económico con progreso humano es un grave error estratégico.

En tiempos recientes, resulta cada vez más común encontrar comparaciones entre Estados Unidos y China en medios de comunicación occidentales. Muchos analistas, al ponderar cifras de crecimiento económico, despliegue tecnológico o proyección geopolítica, caen en la tentación de equiparar ambos países como si fueran modelos equivalentes o intercambiables en su capacidad de liderar el mundo.





Y no son pocos los comentaristas, desde académicos, intelectuales, periodistas o políticos de izquierda. Y eso me causa desazón

Porque estas comparaciones suelen cometer una omisión fundamental: ignoran realidades esenciales de la vida dentro de China que no pueden ser disimuladas por el tamaño de sus rascacielos ni por la magnitud de su Producto Interno Bruto.

China sigue siendo un régimen autoritario donde la represión política, la censura, la vigilancia masiva y la falta de libertades individuales son parte integral del sistema. No existe verdadera libertad de prensa: todos los medios de comunicación están controlados, directa o indirectamente, por el Partido Comunista, y la censura alcanza tanto a la prensa como a internet y las redes sociales. No hay periódicos, cadenas de televisión ni radios verdaderamente independientes; el disenso informativo simplemente no tiene cabida.

Económicamente, aunque la potencia de sus exportaciones deslumbra a muchos, el yuan sigue siendo una moneda fiat sin ser plenamente convertible. Esto refleja no solo una debilidad estructural del sistema financiero chino, sino también el temor del régimen a perder el control interno si el flujo de capitales fuera libre. En contraste con el dólar, que circula mundialmente sin restricciones, el yuan permanece bajo férrea regulación estatal.

Más aún, la estructura empresarial en China dista mucho de ser genuinamente privada. Incluso las grandes compañías tecnológicas o industriales, en apariencia independientes, mantienen relaciones obligatorias con el Partido Comunista. Muchas veces, sus directivos son miembros del partido o están sometidos a «comités internos» que supervisan las decisiones estratégicas. Esta realidad configura un sistema de economía mercantilista autoritaria donde el «Gran Hermano» político se infiltra en cada capa del tejido empresarial.

Las condiciones laborales en la mayoría de las industrias chinas tampoco resisten una comparación seria con los estándares democráticos. Jornadas laborales de 12 horas, seis o incluso siete días a la semana —la llamada cultura del “996” (trabajar de 9 a 9, seis días)— han sido normalizadas en sectores clave como la tecnología, la manufactura y la logística. Los trabajadores carecen de sindicatos independientes y su margen de negociación real frente a los empleadores es prácticamente inexistente.

Los contrastes internos de China son igualmente alarmantes. Mientras algunas megaciudades despliegan rascacielos ultramodernos y trenes de alta velocidad, vastas regiones rurales siguen atrapadas en condiciones de vida que recuerdan más al siglo XIX que al XXI. A esto se suma el fenómeno de las ciudades fantasmas: urbanizaciones enteras construidas durante el auge inmobiliario que hoy yacen vacías, testigos mudos de un crecimiento impulsado más por la deuda y la especulación que por la demanda real. A diferencia de Estados Unidos, donde a pesar de las desigualdades existe una calidad de vida razonablemente transversal, en China la modernidad y el atraso conviven en una tensión brutal que expone las fracturas profundas del modelo.

Los derechos de las mujeres, pese a los avances en algunos indicadores formales, siguen enfrentando enormes obstáculos. La discriminación en el mercado laboral es generalizada; muchas empresas prefieren contratar hombres jóvenes para evitar los costos de la maternidad. Además, el control férreo sobre los derechos reproductivos, lejos de garantizar libertades, responde a cálculos demográficos y de control social del Estado.

En el ámbito de la innovación, persiste el desprecio sistemático y continúo por la propiedad intelectual extranjera. A pesar de reformas legales recientes, el robo de patentes, las transferencias forzadas de tecnología como requisito para operar en China y la ingeniería inversa de productos siguen formando parte de las prácticas habituales. Esto constituye la demolición del merito del creador, el robo de la creatividad de otro, creando incentivos perversos y un ambiente laboral éticamente cuestionable

Entonces, ¿por qué tantos comentaristas parecen pasar por alto estas realidades? Una explicación puede ser la influencia de intereses económicos poderosos, que buscan acceso a un mercado gigantesco y, por tanto, prefieren no antagonizar con el Partido Comunista Chino. Otra puede ser el atractivo ideológico que ciertos sectores encuentran en modelos de «eficiencia autoritaria», seducidos por el espejismo de un orden que promete crecimiento sin los «inconvenientes» de la deliberación democrática. En Venezuela muchos analistas de entonces promovieron a Chávez, un militar golpista, como el que traería orden y eficiencia al país. ¡Qué equivocados estaban!

Pero el problema más grave es estratégico: al minimizar o ignorar estos elementos esenciales de la naturaleza del régimen chino, se debilita la defensa de los valores que históricamente han sustentado a las democracias liberales. No es casualidad que, cuando se ignora la importancia de la libertad de prensa, del respeto a los derechos humanos o de la protección de las libertades económicas auténticas, se abra espacio para la erosión de esos mismos principios también en las sociedades occidentales.

Comparar a Estados Unidos y China como si fueran simplemente dos modelos de éxito económico diferentes es, en última instancia, una forma de falsear la realidad. No se trata solo de quién crece más rápido o quién produce más tecnología. Se trata de cuál sistema protege mejor la dignidad humana, la libertad individual y la posibilidad de construir un futuro sin miedo.

Por eso me resulta suicida esa posición de algunos occidentales, el darle la espalda a los postulados de Jon Locke que aseguraban que los individuos poseen derechos inherentes (naturales), siendo los más destacados la vida, la libertad y la propiedad. Esos postulados dieron vida a la revolución estadounidense, la única exitosa y aún vigente en la historia de la humanidad.

La grandeza de una nación no se mide solo por su PIB o por su poder militar. También —y sobre todo— por su compromiso con la libertad. Y en ese terreno, la distancia entre Estados Unidos y China no podría ser más abismal.

David Morán Bóhorquez es ingeniero industrial (UCAB) Miembro del Consejo Directivo de Cedice Libertad